31 de mayo de 2006

Tal vez la palabra no sea placer...

Escribir es una actividad que parezco necesitar para sobrevivir. Me siento muy mal cuando no lo hago. No es que escribir me produzca un gran placer, pero es mucho peor cuando no lo hago.
(Paul Auster al periodista Larry McCaffery)
¿Tal vez escribir sea más bien una necesidad?

30 de mayo de 2006

Cursillo de natación (perfeccionamiento)

Una de mis sensaciones favoritas: estar en el agua. Dejarme flotar. Zambullirme. Desplazarme. Creo que aprendí a nadar casi a la vez que a caminar.
Hoy me he calzado por primera vez unas aletas de buceo. Lo peor es descubrir, cuando te las quitas, de qué poco sirven tus pies.
Lo dice Adrián al ir a ponerse sus sandalias nuevas:
—Mamá, ya no tengo calcetines. Sólo tengo pies.
Es un defecto de la mayoría de nosotros: sólo tenemos pies y los pies no valen de mucho. Para avanzar, hace falta más.
El problema, a veces, es saber qué, exactamente (no siempre hay a mano unas aletas de buceo).

29 de mayo de 2006

El Alma enferma

Un amigo bastante mayor que yo al que sólo conozco por teléfono cita a Galeno en nuestra última conversación, que no es una despedida sino un «hasta el año que viene».
—Tres son las cosas que curan los males del Alma —me dice. Y añade: —Apúntalo, por si te sirve.
Le escucho con atención. Habla cadenciosa y un poco teatralmente. Prosigue:
—Lo primero: Lejanía. Después: Luengo tiempo. Si con lejanía y tiempo no surge la melancolía, lo mejor es no regresar jamás.
(No regresar. Recuerdo a Sabina preguntándome si tiene razón: «En Macondo comprendí / que al lugar donde has sido feliz / no debieras tratar de volver»).
Mi amigo telefónico me desea suerte.
—Y que cuando nos veamos el año que viene, todo lo qe te ocurre esté resuelto —me desea.
Hoy, más que nunca, las palabras ayudan a vivir.

23 de mayo de 2006

Abrazos que trae el correo

Estimada Care:
Hoy, hace unos minutos, he escuchado a Almudena Grandes hablar muy bien de la novela de Óscar Esquivias Inquietud en el paraíso. He ido a buscar información sobre la editorial que lo había publicado, por ver si aun seguía en Algaida, y me he encontrado con tu página Web.
Hace ya un tiempo, junio de 2000, la suerte me deparó la satisfacción de estar unas horas junto a ti. He ido a buscar el libro donde te pedí que escribieras a bolígrafo el comienzo de tu novela Trigal de cuervos. Me lo escribiste en espiral y al lado me dibujaste un caracol con una morcilla que dice: «Qué cosas me haces hacer, Carlos, por Diosss…» En otra página me pones una dedicatoria que, por si es posible el recuerdo, dice: «Para Carlos, en una noche luminosa de sidra, canciones y amistad, en un Oviedo mejor que nunca».
Me alegra saber que sigues publicando, en prácticamente todas las editoriales, con un éxito notable. De igual manera por Óscar que, en noviembre del mismo año en que te conocí, también apareció por esta vetusta ciudad.
Espero que al recibo de este mensaje te vaya todo bien aunque me desasosieguen un poco tus palabras de despedida en el blog.
Te recuerdo sonriente y vital… deseo que así sigas.
Suerte y salud.
Carlos Romero

Entrevista virtual

Me manda un mail Anna Serra para advertirme que una entrevista que me realizó ¿hará cuánto? (creo que bastante...) se acaba de publicar en la revista on line Premura. A falta de algo mejor que compartir con vosotros, os la dejo aquí.

21 de mayo de 2006

7 visitantes multicolores


Adrián sigue trayendo amigos. Éstos han llegado hace un rato. No sabemos si son una mamá-mariposa y sus seis niños multicolores (¿serán de seis padres distintos, cada uno de un color? ¿Elegirá sus amantes la mariposa-mamá según el color que le falta? ¿Según el color del ánimo de cada momento?) o siete colegas muy bien alineados de mayor a menor. Les he pedido que se queden una tenporada. Después de todo, aquí hay sitio para todos y donde caben 5, caben 12.

17 de mayo de 2006

Un payaso (sirve para sonreír)


* Por supuesto, quien ha traído este personaje a casa es mi hijo Adrián. No sabemos cómo se llama, ni él ni yo, pero lo averiguaremos si conseguimos que se quede un tiempo.

15 de mayo de 2006

Ofrenda

I

Agarro tus manos:
las manos que han tenido mi cuerpo tantas veces,
las primeras que hallaron, al nacer, nuestros hijos,
las que tocan, reparan y disponen las cosas
que llenan mi presente.

Agarro tus manos
y dejo sobre ellas los fragmentos
de este corazón casi rendido.
Desmóntalo como a un reloj,
clasifica las piezas,
púlelas, límpialas, deséchalas,
trata luego que encajen
para que todo quede como estaba,
para que su tic tac sea el mismo de siempre,
para que no rezumen de óxido las grietas.

II
La fe que tengo en ti se debe, en parte,
a que conoces bien el artilugio
(desde aquel primer día en que fuimos suicidas
jamás estuvo lejos de tus manos)
y también a lo mucho que recuerdo tus gustos.
Por ejemplo: montar y desmontar mecanismos
y ufanarte después de tus habilidades evidentes.
Por ejemplo: el orgullo de ver que nuestra vida
empezó hace algún tiempo en una cuerda floja
y es por eso que no nos da vértigo la altura
ni tememos caer, si es intenso el instante.

Yo soy igual que tú, ¿no lo recuerdas?
La loca, la suicida, la que no piensa en nada
excepto en que, por ti, lo apostaría todo
una vez y otra vez, y mil si es necesario.
Sólo quiero saber que tu mirada
contiene más futuro que pasado
y es cruce de caminos que aleja del infierno.

Gracias

Amigos:
Estoy de vuelta.
Lo primero que quiero deciros es que en estos días de verdadero infierno, me habéis ayudado a respirar.
A algunos de los 64 que habéis añadido algún comentario estos días os conozco, poco o mucho. A la mayoría no os he visto jamás. Vuestro cariño, el de todos, me ha abrigado el corazón en el peor momento de mi vida, y no lo olvidaré.
Los que han aprovechado el mal momento para sus gilipolleces no me han sorprendido en absoluto; afortunadamente, tengo enemigos. Pobre de quien no los tenga con 36 años. Yo soy lo bastante interesante y me va lo bastante bien como para que algunos lo lleven fatal (y perdonad la chulería, que no es mi estilo).
Por último: he sobrevivido, sí, pero no sólo eso. Casi en el último momento, la única persona que podía hacerlo, me ha regalado aire con que respirar. De modo que estoy aquí por él... porque, una vez más en nuestra vida, ha sido valiente. Y ya de paso, despejo incógnitas: nadie ha muerto, ni siquiera yo. Y no me han echado de El Cultural, al menos, que yo sepa.
No sé si, de momento, me veo con ánimo de estar aquí todos los días. Sólo sé que estaré. Seguid conmigo. Un abrazo tan grande como el ciberespacio, de Cancún a Mataró, pasando por Chile, Madrid, El Salvador, Austria y todos los lugares que se me olvidan, desde los que estos días habéis estado aquí.

10 de mayo de 2006

Adiós

Por razones que tal vez algún día escriba, voy a cerrar este blog. Me temo que durante una buena temporada, no tendré nada que decir aquí y tal vez en ningún otro sitio. Es lo que nos ocurre a los farsantes: cuando la verdad nos supera, no sabemos qué hacer.
En algún momento de mañana jueves, todo esto desaparecerá sin dejar rastro. Como ciertas cosas de la vida, por cierto.
Volveré, de eso estad seguros. Soy una superviviente nata. No me faltéis tampoco ese día.

8 de mayo de 2006

David Kidd, Historias de Pekín (y Flok)

Calvito era nuestro perro. La edad o quizá una enfermedad le habían hecho perder el pelo. Algunas veces, en plena noche, soltaba un par de ladridos inseguros, pero la mayoría del tiempo se lo pasaba durmiendo. Sin embargo, Tía Qin creía a pies juntillas que Calvito era nuestra mejor protección contra los hombres de la noche, y quizás estuviera en lo cierto, porque las autoridades comunistas sentían un odio tal por esos animales que habían sumido a la ciudad entera en una capaña anticanina. Los perros no eran productivos, decían, y se alimentaban de una comida que no se habían ganado (...). Si los comunistas odiaban a los perros era porque de un modo muy palpable el perro, que es leal a las personas y no a las ideas, encarnaba la última defensa del ciudadano contra el entrometimiento creciente de la policía, la comunidad y el Estado.
(...)
Cada vez había menos perros en Pekín y sus dueños los tenían como oro en paño. Para Tía Qin, Calvito no era tan sólo un perro: por muy achacoso que estuviera, era el único defensor de nuestro derecho a fumar opio y a jugar al mahjong, de pegar a los hijos y tener secretos, de hacer el pino por las mañanas y acostarnos por la noche con nuestros pijamas morados y verdes. Y aunque Tía Qin insistía en que no le gustaban los perros, empezó a dar de comer a Calvito de su mano, y éste terminó queriéndola más que a nadie de la familia; la miraba con ojos tristes y húmedos, como nunca la habían mirado sus gatos. Una buena mañana pocos días después de que Tía Qin hiciera esos comentarios acerca de los hombres de la noche, el viejo Calvito desapareció. Cuando al cabo de una semana seguíamos sin noticias suyas, la familia sintió que había perdido algo muy valioso. Y estaba en lo cierto.

Navegantes, amigos: He seleccionado este fragmente del magnífico y único libro del estadounidense David Kidd, Historias de Pekín (recién publicado por Libros del Asteroide) no sólo porque es una buena muestra de lo que en él se cuenta: la interesante —y dolorosa— transición de la China imperial a la China comunista. También porque hace apenas unos días que murió mi perra Flok, y tenía ganas de rendirle este inútil homenaje. Era una amiga y también una sobreviente de muchas cosas, como yo misma. Quienes hayáis tenido perros alguna vez, seguro que me comprenderéis.
*En la foto que acompaña estas líneas, podéis ver a Flok en su faceta más digna, con una pose propia de los emperadores de cuyo final habla Kidd.

7 de mayo de 2006

6 de mayo de 2006

Con correos como este, ya puedo morir tranquila

Hola Care:
Me llamo X y soy la madre de un chaval (Y) con el que has estado esta mañana (por ayer, viernes) en la Fundación Germán Sánchez Ruipérez de Salamanca.
Mi e-mail es como agradecimiento infinito...
Te voy a explicar: llevo 15 años, que es la edad de Y, leyéndole, dedicándole y regalándole todo tipo de libros con la esperanza de que se aficionara a la lectura, y pensando en que el libro que le regalara en cada momento iba a ser el definitivo.
Y en esto... llegaste Tú con un libro titulado El anillo de Irina, que encima era un préstamo de su Instituto, y en tres días y tres noches, le dejaste fulminado y enganchado a la lectura.
Esta mañana me hubiera gustado estar con vosotros en la Fundación y poder abrazarte para agradecerte el trabajo que has hecho. En nuestra casa, esto es un gran regalo ya que los otros tres que componemos la familia, adoramos la lectura.
La dedicatoria que le pusiste en el libro le ha dejado huella.
Sin más, muchas gracias por tus libros.

Así lo vio la prensa salmantina.

5 de mayo de 2006

Las muñecas de la Casa Lis

Ayer me dejó plantada un periodista justo en el mismo instante en que salía el sol en Salamanca. Recordé la recomendación de una amiga: "Ya que vas a Salamanca, no dejes de visitar la Casa Lis, donde hay una de las mayores colecciones de muñecas antiguas de Europa". El interés por las muñecas me viene desde que imaginé una colección de muñecas bastante diabólicas en mi última novela, El dueño de las sombras, en vías de publicación. "Dan bastante yuyu", añadió mi amiga refiriéndose a las de la Casa Lis, pero también a las mías, que habitan un desván.
Decidí, pues, visitar la Casa Lis, un palacete modernista construido a iniciativa de un industrial salmantino, Miguel Lis, enamorado del Art Noveau. Está en un promontorio, desde donde se disfruta de una magnífica vista del río y de la ciudad. Sin embargo, su artífice disfrutó del paisaje poco tiempo, porque murió poco después de terminarse la casa. Entonces ésta pasó a manos de un rector de la Universidad, Esperabé, y de esas a otras manos hasta terminar en la ruina de la que la rescató el municipio en los años 80. Hoy es un interesante museo de Art Déco y Art Nouveau situado en pleno centro de Salamanca, justo detrás de la catedral, que alberga una amplia colección y que, además, es en sí mismo un placer para la vista.
La colección de muñecas es soberbia, desde luego: de porcelana, de celuloide, de trapo... Las hay desde mediados del XIX; francesas, italianas, alemanas. De los mejores fabricantes de su época: Schmitt, Thuillier, Petit & Dumontier, Steiner, Jumeau (la de la ilustración lo es), Barrois, Huret... Las hay enormes y la mayoría están muy bien conservadas. Su situación en grandes vitrinas les da cierto aire de novias sepulcrales. De cosa viva que nos mira desde la muerte. O tal vez será la influencia de las muñecas de mi novela, que me fuerzan a escuchar sus bisbiseos desde más allá de la línea que separa la realidad de mi imaginación.
Hablando de realidad. Antes de entrar en la Casa Lis descubrí que se halla situada en la celebérrima calle de El Expolio. Aún se ve la argamasa que sirvió para sujetar el nuevo rótulo de la calle, sólo 24 horas después de que por fin se devolvieran los célebres papeles.
Algo más tarde, charlando por las calles crepusculares con mi amigo Luis García Jambrina, supe que el alcalde de la ciudad, Julián Lanzarote, no había tomado en consideración la opinión de nadie, ni esperado casi nada, para modificar el nombre de la hasta ese día calle Gibraltar.
La expendedora de tiques de la Casa Lis le quitó importancia al asunto cuando le pregunté por la anterior nomenclatura. Ella tenía en la mano mi documento de identidad, donde se leía con claridad mi procedencia: Barcelona. Tal vez por eso se esforzó en ser conciliadora:
-Antes se llamaba Gibraltar -dijo, sin expresión- y pronto se llamará de otra manera, seguro.
Lo dudo. Por lo visto, el señor Lanzarote también mantiene un contencioso con la Casa Lis. Desde luego, la delicadeza, la luminosidad, la voluptuosidad, el colorido, las formas curvilíneas, las múltiples influencias que confluyen en el modernismo nunca han tenido mucho que ver con las grandes moles de perpendiculares y paralelas de las arquitecturas fascistas.
Qué hombre este Lanzarote, qué gran sensibilidad, pienso. Y lo digo.
Luis ríe. En Luis, hasta la risa parece importante.

4 de mayo de 2006

Venezuela me ha dado un premio

Lo siento, pero no puedo esperar a mañana para contaros esto.
El Banco del Libro de Venezuela, una entidad sin ánimo de lucro dedicada a la promoción y difusión del libro infantil y juvenil, acaba de elegir mi novela El anillo de Irina como una de las 5 mejores del año 2006 de entre todas las escritas y publicadas en español.
Y para que veais que esto no es un microcuento, os invito a entrar en su página.
Ya de paso, constanto la importancia de iniciativas como el Banco del Libro o la Fundación Germán Sánchez Ruipérez, en España (en cuya sede de Salamanca me hallo en este preciso instante) para acercar la literatura a los niños y los no tan niños.

E de Editora (palabrario personal)

El primer editor al que conocí era un chorizo. Pareció que la vida me advertía de algo al ponerle en mi camino. Como si enseñándome la peor cara del mundo de la edición fuera a curarme de espantos para siempre. En cierto modo, fue así. Ya nada me sorprende. No lo hace, por ejemplo, esa pregunta maldita (en los años que llevo publicando me la han formulado dos veces, la primera cuano entregué la primera novela y la segunda hace apenas cinco meses):
—¿Te importaría quitarle 100/40 páginas a la novela?
—Pues claro que me importaría —dije en ambas ocasiones. En ninguna de las dos acepté quitar ni un folio, por supuesto, aunque en ambas trataron de convencerme de que lo hiciera.
En este tiempo he conocido también a editores que no leen (por falta de tiempo, dicen), a quienes reniegan de sus autores fugados o de los autores, en general; a quienes prometen pero no dan, a quienes fingen un entusiasmo que no sienten, a quienes tardan seis meses en leer dos folios, a quienes juzgan moralmente el contenido de los libros, a quienes sugieren cambios estúpidos guiados por ideas estúpidas, a quienes censuran y lo reconocen, a quienes censuran y no lo reconocen, a quienes tratan de pagarte el 4 por ciento de derechos de autor y a quienes te lo pagan sin que puedas evitarlo, a quienes te esconden información y a quienes juran que apuestan por ti sin mover un dedo.
He tenido tiempo de pensar en mi editor ideal: es alguien que sienta un cierto entusiasmo con lo que lee (incluidas mis cosas), que se maneje con una cierta diligencia, que posea una cierta conversación libresca, buen oficio a la hora de leer (también mis cosas), moderación y tino con las correcciones y el necesario buen gusto que debe manifestarse a la hora de tomar decisiones. Si, además, viene de tarde en tarde a cenar a casa, me siento feliz. He de decir que, para mi fortuna, he conocido media docena de estos últimos. Debería hablar en femenino, puesto que casi todas ellas son mujeres. Y no me duelen prendas al decir que todas ellas han mejorado en algo mis novelas con sus anotaciones al margen, con sus correcciones, aunque sea en detalles mínimos. Ellas (y algún que otro él) nunca serán el enemigo, que es lo que son todos los demás.
Por último, hay algo más sutil que caracteriza a un buen editor. Su sabiduría para permanecer en segundo plano. No lo había pensado jamás hasta que hace unos pocos días recibí un correo electrónico de A., una de las mejores editoras que he conocido. En él decía algo muy valioso, que utilizo como colofón de esta segunda entrega del Palabrario:

Que unos u otros se atribuyan méritos me da lo mismo, porque siempre he dejado claro que yo no soy editora para brillar, sino para ver brillar a los libros: y yo quiero que este libro brille... ¡QUE BRILLE!... más que cualquier estrella de toda galaxia conocida.

3 de mayo de 2006

Asuntos pendientes (microcuento)

Doce años y veintinueve días después de su muerte, el señor H. regresó a su hogar, aquel cuya hipoteca terminó de pagar su súbita defunción a los cincuenta y seis años. Tuvo que llamar al timbre. Le sorprendió comprobar que su esposa no demostró mucho entusiasmo al volver a verle. Más bien al contrario, le preguntó contrariada qué estaba haciendo allí y él le contestó la verdad, que venía a liquidar algunos asuntos pendientes que no le dejaban descansar tranquilo.
El nuevo marido de su esposa le pareció un ser esquinado y desagradable, pero reconocía que en su opinión pudo influir mucho el hecho de que el fulano llevaba nueve años para diez durmiendo en su cama, mientras que a él le tocó dormir en el sofá. El mismo sofá que compró en una liquidación veintidós años atrás, por cierto, y que tenía los muelles destrozados, como al día siguiente lo estaban sus articulaciones. De sus tres hijos, ninguno mantenía el matrimonio que él bendijo. La pequeña se hacía ahora arrumacos con otra mujer, de muy buen ver, por cierto (en un tris estuvo de sobarle el culo, pero se abstuvo porque en la tierra las cosas no suceden como en el cielo). El mediano tenía dos hijos mellizos en algún lugar de la península por determinar. Al mayor le había dejado su santa, una chica muy hacendosa que nunca le mereció, después de una sucesión de amantes cada vez más golfas. La última era una empresaria de Gijón a la que había conocido en el ordenador (nunca supo si esto lo había entendido mal o qué). Al contemplar una fotografía de su nieto mayor quien, según todos decían, tanto se parecía a él, se topó frente a frente con la mirada inquisidora y azul de su suegra, a quien en la eternidad había frecuentado bastante (muy a su pesar). Preguntó por el perro, pero le dijeron que había muerto sólo un mes después que él a causa de una apendicitis. Aunque la peor sorpresa fue, desde luego, que todos se interesaran, con evidente inquietud, por cuánto tiempo pensaba quedarse.
Al buscar consuelo fuera de casa se encontró con que su mejor amigo estaba recluido en un asilo regentado por enfermeras que parecían soldados de asalto. Su última amante, la única a la que pudo localizar, se meaba encima y no era capaz de recordar ni su propio nombre. Su hermano menor seguía bien, aunque, si aun estando vivo no le había dirigido la palabra durante más de quince años, no era cosa de hacerlo ahora, doce después de dejar este mundo. El paseo marítimo era ahora un horrible bulevar de hormigón y hierro pintado de colorines. Ni la televisión podía soportarse: los políticos no sabían hablar y los famosos no lo eran en absoluto. Lo único que merecía la pena eran las tetas que a veces asomaban a altas horas de la madrugada, mucho más generosas que las de años atrás (por no hablar de las de los primeros setenta). Al fin y al cabo, una teta siempre será una teta, se dijo.
En vista de tal estado de cosas, decidió agilizar sus gestiones. Un lunes por la mañana, después de una noche de constante conflagración con los muelles del sofá, acudió a un par de oficinas, hizo cola ante un funcionario asomado a su ventanilla y hasta le quedó tiempo para adquirir en un quiosco un periódico deportivo y un par de revistas del corazón. Para el camino, les dijo a los de casa cuando llegó a despedirse. Su mujer le acompañó hasta la puerta, como hacía siempre con el de la compañía de la luz cuando venía a tomar la lectura del contador, no por ser amable sino para que no hurtara algún jarrón del pasillo.
Pues bueno, dijo ella. Y él se vio con ánimo de intentar un atrevimiento: ¿No me rascarías un poquito ahí donde me gustaba tanto?, preguntó.
Ay, hombre, ahora, que tengo las manos pringadas de sofrito.
Lo entendió. Se despidió con mucha prudencia hasta la próxima y bajó andando las escaleras porque ya tendría tiempo allí donde se dirigía de utilizar el ascensor.

2 de mayo de 2006

Es más fácil darse de baja de la Iglesia que de Vodafone



* Apreciada señora: Con fecha de hoy y atendiendo a su petición, hemos procedido a registrar vuestra baja como fiel de la Iglesia Católica. Atentamente, Jaume Riera Rius, Provicario general.

En la entrada del día 13 de abril, Jueves santo, anuncié el principio de esta historia. El desenlace llega tan rápido que no sé si alegrarme o sentirme defraudada por lo deliciosos capítulos intermedios, que han brillado por su ausencia. En fin.


** Y sí, para quienes no lo supierais aún, mi nombre oficial es esa cosa folclórica y rimbombante.

1 de mayo de 2006

Miami Beach: una mirada