6 de febrero de 2007

CONFESIÓN (II)

Es paradójico, pero no sé apenas nada de la vida de aquel infeliz, salvo que yo le puse fin. Meses más tarde de aquella tarde en que llovía sobre Oviedo, supe que tenía una novia, que luego resultaron ser dos (el chaval era sociable). El jefe de sección de su periódico le consideraba un idiota, lo cual en algún momento me ayudó a tranquilizar mi conciencia («un idiota menos en el mundo», pensé, «deberían darme un premio por haberlo hecho»); con su padre (su madre había muerto años atrás) mantenía con él una relación cercana a la antropofagia.
Su nombre fue lo único que tuve claro desde el principio, aunque me lo reservaré no por respeto (sería ridículo, a estas alturas) sino por pudor. Digamos que se llamaba M. C., por si a alguien le sirve de algo saberlo (y perdón a todos aquellos que, lo sé, odiáis los personajes que se nombran sólo con iniciales, espero que en este caso sepáis comprender que se trata de una necesidad). Gracias a que supe su nombre desde el principio, por cierto, pude llevar a cabo las pesquisas necesarias para saber cuanto acabo de constatar (una de las dos novias tenía un blog donde le gustaba explicar todas sus nimiedades, la mayoría de las cuales le afectaban también a él).


Acerca de lo que hice después del asesinato, no sabría preciarlo. Me lancé a callejear por los alrededores de la catedral, tan agradables de unos años a esta parte. Entré a echar un vistazo a los anaqueles de la librería Cervantes y hasta me encontré con mi amiga Concha Quirós. De inmediato pensé que me notaría algo raro en la mirada, un temblor o una palidez delatoras, no sé, ese tipo de cosas que en la ficción siempre sirven para revelar lo inconfesable. Aunque nada ocurrió. Mantuvimos una conversación distedida y agradable acerca de su maravillosa librería y de mis deseos de dejar atrás la promoción y regresar a casa, donde podría seguir escribiendo con esa tranquilidad que he aprendido a defender de los depredadores.
Concha estuvo de acuerdo conmigo. «Créeme que os compadezco», dijo, «tantas ciudades y tantas personas distintas y vosotros explicando siempre lo mismo, parece un castigo divino».
Qué acertada está siempre Concha Quirós, pensé. Y qué bonito nombre el de esta mujer: Concha, Quirós. Dos palabras que da gusto pronunciar. Como «pulpa», como «tántalo», como «plantígrado». Dos palabras con gracia: «Concha». «Quirós».
Ella fue lo único bueno que me pasó esa tarde.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Suele ocurrir. Durante un tiempo, nos parece que nuestro sentimiento de culpa o nuestra preocupación por ser descubiertos es testimonio visible de aquello por lo que nos sentimos culpables o no queremos ser descubiertos; y nos lo parece con mucha fuerza.

Es terrible el momento del primer auto-erotismo. Crees que todo el mundo te ha visto.

La influencia de la culpa y la obediencia temerosa a ley desaparece con los años. Uno realiza sus acciones sin remordimiento, consciente de las consecuencias. A veces éstas confirman que vale la pena carh¡garse a según quién.

Arcadio dijo...

Querdia Care, sospecho que las giras promocionales deparan en ocasiones encuentros desafortunados.