25 de febrero de 2008

Detesto las descripciones en literatura. Me parecen innecesarias, casi siempre carentes de imaginación, pasadas de moda, homicidas del ritmo del relato y muchas cosas más (todas malas). Procuro evitarlas cuando escribo y pensar en mis cosas mientras me toca leerlas. Me gustaría tener un amigo que se sentara en mi sofá con la desenvoltura del que está en su casa, me mirara a los ojos y me dijera: «Voy a ponerte a prueba: ya sé que has dicho mil veces que detestas las descripciones, por eso ha llegado la hora de que aprendas a utilizarlas y a valorarlas.» Y a continuación me obligara a escribir un relato donde la acción tuviera que avanzar sólo a base de descripciones. Puedo imaginar lo complicado que me resultaría cumplir su mandato, cuánto llegaría a maldecirle por tener que mantener ese cuerpo a cuerpo con la mayor de mis manías como escritora; y también lo gratificante que podría llegar a ser la experiencia, cuántas cosas podría llegar a aprender de mí misma, del oficio de escribir y del de envejecer a base de convertirme en una maniática.
Por supuesto, para algo así haría falta contar con un mandatario exigente, crítico y perverso. Alguien que se tomara las reglas del juego —de todos los juegos, del de la vida, del suyo propio, del mío— muy en serio. Alguien que disfrutara inventando normas aún por estrenar allí donde las de siempre parecen comenzar a desgastarse. Alguien imperturbable, cruel, casi vengativo. Juguetón por encima de todas las cosas. Decididamente, creo que ninguno de mis amigos es así. Es una lástima, porque trabajo bien bajo presión.

La imagen de hoy: de Martalona, en flickr

3 comentarios:

Antonia Romero dijo...

Qué mala eres y qué provocadora...

Saludos

Anónimo dijo...

y mentirosa... tengo pruebas.

Anónimo dijo...

no somos así; no obstante, si se trata de un favor para una amiga


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