30 de junio de 2012

Supermami de junio


29 de junio de 2012

Cita a las doce y dos: Objetos perdidos


"Las cosas perdidas, ¿siguen siendo nuestras?"

Pura lógica
Benjamín Prado


"Todo lo que no es nuestro encuentra su dueño"

Electrones
Carlos Marzal


"Lo que perdimos nos hizo lo que somos"

Nuevos sofismas 
Vicente Nuñez

27 de junio de 2012

El misterio de los cuadros esquivos


Una vez viajé a Amsterdam con la sola intención de contemplar un cuadro: Trigal con cuervos, de Van Gogh. Recuerdo que era invierno, que tomé un tren en la estación de Austerlitz y compartí vagón con cinco japoneses muy ruidosos, que no me dejaron dormir en toda la noche. Llegué a primera hora de una mañana helada, dejé mis cosas en una habitación diminuta y emprendí el camino hacia el Museo donde me esperaba, o eso creía yo, el último lienzo surgido de las manos del pintor antes de su suicidio. La obra de Van Gogh se presentaba en orden cronológico. Yo avanzaba por las salas emocionada, pensando que mi cuadro me esperaba al final. Estaba terminando una novela en cuyas páginas Van Gogh tenía algún protagonismo y en cuya cubierta me gustaba imaginar los amarillos de los trigales, el azul del cielo y los manchurrones negros de Trigal con cuervos. El cuadro, pensaba yo, me esperaba. Y de algún modo, ya me tenía en cuenta. Pero cuando llegué al final del recorrido, la obra no estaba en su lugar. Un cartelito anunciaba que había sido prestada a un museo de Pekín. Era la única de toda la colección que no estaba en su sitio.
Años más tarde viajé a Venecia para contemplar otro cuadro. Esta vez era Díptico con escena del Paraíso, de Hyeronimus Bosch, una tabla del siglo XVI donde por primera vez se representa el túnel y la luz que, dicen, todos veremos al morir. Pero después de recorrer todas las salas del Palazzo Ducale descubrí consternada que el cuadro objeto de mi viaje había sido retirado de la exposición para ser restaurado. A pesar de todo, lo describí en otra de mis novelas, con tanto realismo que la mayoría de mis lectores deben de pensar que lo he visto.
Los cuadros esquivos y las oportunidades imposibles. Está bien que la vida deje cosas por hacer, que llene de compromisos el futuro.
Sólo mucho más tarde me di cuenta de que ambos cuadros tenían algo en común. El primero es la instantánea del último instante de vida. El otro podría ser la del primer segundo de muerte. Dos misterios demasiado grandes para tropezar con ellos antes de tiempo.

19 de junio de 2012

Una deuda pendiente: Emili Teixidor, in memoriam

 

Emili Teixidor no sólo era un gran escritor y un hombre sabio. También era un amigo. Todos los días se mueren escritores, todos los días se mueren hombres sabios (y tontos), pero la pérdida de un amigo es algo que no podemos permitirnos. 
Le conocí en mayo de 2000. Fue un año de grandes cambios, de grandes incorporaciones a mi vida. Emili fue una de las importantes. Tuve la suerte de compartir con él una campaña de promoción organizada por editorial Cruïlla. Yo había sido aquel año la ganadora del Gran Angular en català. Emili promocionaba una de sus estupendas novelas para jóvenes, Amics de mort. El tercero en discordia era Antoni Garcia Llorca, que había ganado el Vaixell de Vapor. Los tres recorrimos parte del territorio catalán hablando de la cosa común: la Literatura. Emili embelesaba a cuantos le escuchaban. Los dos jóvenes escritores que le servíamos de séquito aprendíamos de él. Todo lo que decía Emili enseñaba a escribir, a leer, a vivir, a pensar. Desbordaba pasión y entusiasmo. Tenía un espíritu joven y un corazón generoso, adornado con una sonrisa de burla y un físico poderoso, de seminarista o de cardenal. Hablaba con voz suave, como si sus palabras no fueran importantes, pero todo lo que decía era escuchado. 
Pienso que no es mala estrategia: si tus autores premiados son demasiado bisoños, haz que les acompañe un escritor de verdad, de los de piel curtida y muchas páginas a sus espaldas, así los jovencitos sacarán de la gira algo más que vanagloria y falsas ínfulas. Desde luego, a mí la lección -no sé si premeditada- me sirvió de mucho. Aquella gira de promoción fue un regalo.
Una vez, mucho después, encontré a Emili en un tren. Viajaba en la compañía de tres libros -leía infatigablemente- y me pareció que mi presencia le estorbaba. Después de las cortesías de rigor, le invité a cenar a casa. Denegó con amabilidad. Le daba pereza desplazarse treinta kilómetros, hasta mi ciudad del área metropolitana de Barcelona. Le echó la culpa a la salud. Sonrió mucho.
Luego, se enteró de que algo grave había ocurrido en mi vida y me escribió para autoinvitarse a cenar. Fue un gesto sencillo, breve, casi irrelevante, que yo le agradecí infinito. Había intuido que para mí aquella cena en casa era importante y también que de pronto a mi vida le faltaban cosas importantes por las que sentir felicidad. Había comprendido, en el sentido más profundo de la palabra, y apenas sin palabras. Me emocionó que con tan poco pudiera decir tanto. Le emplacé para más adelante,  cuando me viera con fuerzas, aceptó, pero ya nunca pudo ser.
Coincidimos varias veces más. En la radio, en Sant Jordi, en algún que otro cóctel -pocos, porque él no los frecuentaba-, en alguna librería, en el correo electrónico y hasta en las páginas de algún periódico. Para mí siempre será alguien con quien contraje una gran deuda, alguien de quien aprendí, a quien leí con fascinación y a quien quise discreta pero verdaderamente. Cuando regrese a sus libros, me reencontraré con todas esas cosas al instante y sus palabras le devolverán intacto.
¿Intacto? No. Al amigo no podré recuperarlo salvo en la memoria, ese testimonio fugaz e inexacto de nuestro paso por el mundo.

12 de junio de 2012

La autora que corría detrás de sus lectoras


Me lo había preguntado varias veces. Qué haría si un día me encontraba en un autobús con alguien leyendo un libro mío. Tengo amigos que de vez en cuando me mandan fotos robadas en trenes, buses o cualquier lugar público, cuyo único tema son lectores que degustan alguna de mis novelas. Sospechaba que algún día podía pasarme a mí, y estaba preparada. En serio.
Mi sentido común me decía: lo que hay que hacer en estos casos es permanecer impasible, como si no fuera contigo, como si ese libro que sostiene en sus manos ese ciudadano o ciudadana no te importara lo más mínimo, como si nada tuviera que ver contigo.
Sin embargo, ocurre que sí me importa. Mucho. Ese libro, señora, que usted sostiene en sus manos con tanta delicadeza, resume dos años de obsesiones, emociones, dudas, vueltas a empezar, viajes y trabajo, mucho trabajo. Y no sólo eso. Ese libro también contiene el resto de mi vida, porque ahí están algunos descubrimientos de hace veinte años, treinta. Ahí están los recuerdos indelebles de parte de mi infancia. Algunas de las cosas que han ocurrido a gente que quiero. El escenario al que siempre deseo regresar. Los seres de ficción que ya forman parte de mi familia. Mi memoria, en suma. 
¿Se puede permanecer impasible cuando ves a alguien en un autobús llevando en sus manos todo eso?

Ayer ocurrió. Línea 7, en la Diagonal, más allá de Glòries, minutos antes de las seis y media de la tarde. De pronto la vi: una mujer llevaba en las manos Habitaciones cerradas. Podría haberme ocurrido antes, pero ocurrió ayer. Podría no haberme ocurrido nunca. La señora se disponía a bajar del autobús. Apenas tuve tiempo para pensarlo: qué hago, qué hago. Permanezco impasible, sí, es lo más sensato. Pero, ¿desde cuándo soy sensata? La puerta del autobús iba a cerrarse. 

(Abro un paréntesis sólo para reflexionar acerca de los riesgos que tiene abordar de pronto a alguien que lleva un libro tuyo en las manos. Puede ser que lo esté leyendo y le parezca una birria. Puede ser que no piense leerlo, que se lo acaben de regalar y sólo busque el modo de librarse de él. Puede ser que no tenga ningunas ganas de conocer al autor, a menos que sea para darle un bofetón. Me pregunto qué habría pasado si los autores de ciertos libros tediosos que he leído en mi vida se  hubieran avalanzado sobre mí de repente, en plena calle, eufóricos y emocionados. ¿Qué habría hecho? Además de disimular el espanto, quiero decir. No tengo ni idea.)

Salté del bus. 
Eché a correr (por unos segundos nada más) detrás de la señora que llevaba Habitaciones cerradas. Cuando la paré, le dije la verdad: "Me han entrado ganas de darle dos besos en las mejillas".  Bueno, también le expliqué la razón, claro. Debo decir que ella estuvo muy a la altura de estas peculiares circunstancias.

(Abro otro paréntesis. De todo corazón, espero que nunca me resulte indiferente ver a alguien con un libro mío en las manos. De los 35.000 libros que se publican al año, eligió el mío. Lo llevaba encima, lo paseaba, le daba vida, pensaba leerlo o tal vez lo estaba leyendo. Yo escribo para ella, aun sin saberlo, para esa mujer que tropezó conmigo ayer en la línea 7, a quien una compañera del trabajo recomendó mi novela. El día que nada de esto me importe, comenzaré a morir un poco. El día en que prefiera alegrarme por dentro fingiendo indiferencia a decirle a esa mujer que me alegro mucho de haberla encontrado, dejaré de ser yo misma. Entonces sí, qué lástima, me habré vuelto sensata.)

Eso sí: esta ha sido la primera vez. Las primeras veces siempre nos encuentran desprevenidos, por mucho que hayamos pensado en ellas. A partir de ahora, prometo comportarme. Podéis leer tranquilamente libros míos en público, sin riesgo a ser perseguidos ni abordados por mí en plena calle. Me reportaré: os miraré con discreción, me alegraré por dentro, os dejaré pasar como si no me importarais lo más mínimo y esa noche dormiré feliz.


* La foto la tomó en un tren Javier F. R.




6 de junio de 2012

Las pequeñas revoluciones


Simpatizo con los lunes. Los creo días cargados de energía, en que la modorra del fin de semana deja paso a las intenciones más intrépidas. Las grandes revoluciones deben comenzarse los lunes a primera hora. Sólo las grandes, porque las pequeñas tienen su día propio. Si uno empieza una revolución en lunes, acompañado de ese olor a estreno, a jabón de ilusión y a todo es posible, sabe a ciencia cierta que va a salirse con la suya.
Los martes se parecen al segundo capítulo de las novelas. Después de la energía, de las grandes expectativas, del embeleso provocado de quien está al otro lado, hay que tomar resoluciones y ser práctico. Explicar, decir, recapitular, prever. Los martes son el día del precavido, del ahorrador, del responsable. Por eso hay semanas en que se nos indigestan, porque todas esas virtudes no siempre nos encuentran predispuestos. Hay martes que nos sorprenden con ánimo de domingo por la tarde, que es el peor ánimo de la semana.
Yo prohibiría los miércoles. Me parecen el día más odioso de todos. Ya no es posible encontrar ese aire de estreno que teníamos el lunes, pero tampoco es lícito relajarse pensando que el fin de semana está cerca. El miércoles está a años luz de lo bueno y de lo malo, y es de una neutralidad horrorosa. Un día insípido, al que le faltan aderezos. Por eso todo lo que más nos guste hay que hacerlo en miércoles, para compensar lo que de natural le falta. En miércoles hay que hacer mucho el amor. En miércoles, ir al teatro. En miércoles, cenar fuera de casa. En miércoles, escribir por puro placer y sin que nadie te lo haya pedido, algo que sólo tú sabes qué será. Un artículo en el blog, por ejemplo. Palabras como un remedio. Las pequeñas revoluciones deben hacerse siempre en miércoles.
Los jueves ya llegan de otro talante. Son afrutados y alegres. Ya se adivina que algo va a cambiar, y hay que prepararse. Es un día para afrontar grandes empresas. Un día para pisar fuerte. Estamos muy bregados ya, los jueves, y tenemos la enorme experiencia adquirida durante la semana. Todo es posible, somos invencibles. Los jueves las recetas inventadas salen bien. Es el mejor día para los experimentos.
Y luego alcanzamos el viernes. Ah, el viernes. Día de adioses, de hastaprontos, de planes, de sonrisas, de niños alborotados, de mapas extendidos, de muchos nervios cuando escrutamos las previsiones del tiempo. El viernes llega lento, demorado, pero en cuanto nos damos cuenta comienza a correr, se precipita hacia el sábado, y entonces no hay quien ponga freno a las manecillas del reloj.
El sábado es el día más corto, no hace más que comenzar y ya los minutos se escapan hacia otra parte -nunca sabremos dónde-, en él todo nos sabe a poco y nada nos sacia. Es un día de corazones generosos, de palabras, de paseos, que suele contar con el favor del sol. Y si no, pensamos que no lo necesitamos, porque el sábado puede permitirse un nubarrón o incluso un buen chubasco. Es el mejor día para ser muy desgraciado, porque en sábado el dolor dura menos. Los nacidos en sábado llevan el estigma de la levedad en sus corazones, pero saben ser felices en cualquier circunstancia.
El domingo viene con poco fuelle. Por eso tenemos la impresión de que es un día lento, que compensa las horas sabatinas, y mudable, ya que a medida que avanza se vuelve triste, desasosegado. Es como si todos los domingos tuvieran tendencia a nublarse a sí mismos, sin la ayuda de nadie. Y si se advierte que la tarde del domingo puede devenir insoportable hay que apresurarse a tomar medidas: dormitar, conversar o leer son buenas soluciones. Cualquier cosa con tal de escapar del tiempo. Sin olvidar que a última hora, cuando el domingo comienza ya a transmutarse en lunes, ocurren siempre cosas inesperadas: aparecen aquellas llaves perdidas, se recuerdan las obligaciones devoradas por el fin de semana, de pronto surge un amante impetuoso que no quiere esperar y el chocolate sabe a gloria justo antes de considerar su oferta y dejarse llevar, dulcemente, hacia otro principio.